Aquella noche en que Héctor se desangraba había entendido todo y nada. La sangre se expandía en la banqueta como los recuerdos en mi memoria. Héctor y yo habíamos sido amigos desde que teníamos siete años, desde aquel día en que a mi madre le robaron el monedero en el metro, y con éste su única identificación, necesaria para obtener un puesto como costurera en una maquiladora de uniformes industriales. Héctor y yo jugamos canicas mientras el sol doraba los rostros malhumorados de la gente que acudía a tramitar su credencial que al parecer servía para algo más que ejercer ese inútil deber ciudadano.
Casualmente vivíamos a tres cuadras e íbamos a la misma primaria y a la salida daba lo mismo capturar hormigas rojas en un frasco en el parque de al lado… o meternos en la farmacia al otro lado de la calle a jugar Street Fighter, y de regreso a casa tocar timbres de improviso y echarnos a correr lo más pronto posible, o aprovechar las distracciones del otro y empujarnos hacia los charcos que hacían parecer continentes de asfalto a las calles en el verano.
El tiempo corrió y entramos a la secundaria embutidos todo el día en ese ridículo pantalón a cuadros y un suéter café, como si soportar las transpiraciones colectivas de 50 adolescentes a las tres de la tarde no fuera suficiente. Cada día mis compañeras de clase despertaban más mi atención, y se los hacia notar con sonrisas y guiños del ojo, y además mi audacia les atraía. Héctor era mas discreto en el ligue, le llevaba meses lo que a mi semanas.
Si a algo llegó primero Héctor fue a la senda del vicio y de la vida dura, lo cual se hizo más notorio a los diecisiete años, cuando acudíamos a las discos a poner en práctica lo que habíamos aprendido y deseado hacer en el transcurso de la semana. En sí éramos una asociación colectiva: uno conseguía mujeres, mientras el otro se escabullía entre la multitud para conseguir un poco de coca.
La noche en la que comenzamos a vender bazukos (mas por ocio que por vocación), Vicente conoció a Soledad, una mujer delgada, de cabello ondulado y unos ensoñadores ojos felinos. Algunas horas mas tarde Héctor me pidió prestadas las llaves del vocho para dejarla en su casa; accedí naturalmente, y me abandoné a caminar de regreso a casa veredeando en zigzag, por una inhóspita colonia en la que da lo mismo arrebatarte la vida por cinco pesos o una caguama tibia y sin gas.
Los tiempos a pesar de estar ubicados en un ambiente sombrío, eran buenos; Victoria (mi novia), Héctor, Soledad, y yo, solíamos salir a divertirnos, la prosperidad se reflejaba en la cantidad y variedad de bebidas que rolaban por nuestra mesa a lo largo de la noche, sin embargo, notaba en Soledad algo extraño: aprovechaba cualquier instante fugaz, cualquier instante de distracción de Héctor y Victoria era bueno para coquetear conmigo; y yo, solo trataba de ignorar esos instantes apurando un trago y mirando hacia la pista.
Algo que siempre admiré de Héctor era su meticuloso sentido de responsabilidad, infalible e inquebrantable ante la fatiga que nos dejaba la cruda como único vestigio de que estuvimos fuera el viernes, era increíble verlo cargar la camioneta con los perfumes que vendía su madre, a las cinco de la mañana sin muestra alguna de cansancio, y luego verlo manejar hacia Tepito mientras yo aún dormitaba recargado en las cajas.
El viernes supe que nada volvería a ser igual al ver a través de la mirilla de mi puerta a Soledad y su mirada felina. Entró a mi casa, mejor dicho, a la casa de mi abuela (quien minutos antes había salido hacia la lechería), con un tono entre amenazante y seductor me dijo que yo le gustaba desde hacía mucho tiempo y que andaba con Héctor para estar cerca de mí. Trate de hacerle ver que no era justo y de que no tenia la mínima intención de participar en su juego. Su mirada se hizo más aguda y fría al tiempo que su mano jalaba hacia abajo mi hebilla y mi ropa interior y soltó palabras que hicieron eco en mi cabeza. “Sabías que mi tío es judicial y haría lo que fuera por mi, ¿no?... además dice que tu novia esta bien buena…” mi sangre se hizo hielo, sentí como mi cara se decoloraba, estaba aterrado. Soledad caminó hacia la puerta como si la casa le perteneciera, antes de salir me citó a las 8 en el Rex.
Estaba confundido, no sabia que hacer; no tenía salida. Conocía a su tío el judicial: era un tipo corrompido y enfermo que no tenía límites. Después de un largo rato decidí salir de casa, vagué por la ciudad mientras mil ideas incoherentes laceraban mi cabeza. Llegué al Rex a las 8:30, hablé con ella de manera natural de cosas irrelevantes, después fui al baño y dos grapas de coca me ayudaron a tomar mi decisión: darle lo que quería. Así que fuimos a un motel alejado de mi circuito habitual.
La semana siguiente fue devastadora; Héctor se enteró y ahora me odiaba. Había dejado de ser su mejor amigo y me había convertido en un perro sin escrúpulos. En cierta manera yo también me odiaba, odiaba el hecho de haber caído en el juego, detestaba la ausencia de planes brillantes en mi cabeza cuando más se necesitaban. Fui un títere con un pésimo guión.
Las cosas no podían seguir así, al atardecer fui a buscar a Héctor, para explicarle, para intentar arreglar las cosas y volver a los viejos buenos tiempos. Lo pude ver a lo lejos recargado en el poste de la tiendita tomando cerveza, él también notó mi presencia aunque fingió que no me había visto. Yo comenzaba a hilvanar palabras, ¿Cómo explicarle? ¿Cómo decirle que todo aquello no era una razón de peso para echar por tierra nuestra amistad?.
Estaba a treinta pasos de él, pude ver como se acercaba una camioneta pick up y como todas las municiones de aquella kalashnikov que portaba el copiloto eran detonadas en la cámara del percutor siendo disparadas al cuerpo de mi amigo, mi mejor amigo. Miles de pensamientos en cascada llegaban a mi mente. Ya nunca más podré hablarle, ni decirle que me perdone. Podría jurar venganza, pero hay cosas de la vida de Héctor que ni siquiera yo se…
Cristian (a.k.a. Arcángel Juárez)